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Arzobispo Viganò / Homilía en la Asunción de María Santísima

Profer lumen cæcis

El gran Pontífice Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María al cielo el 1 de noviembre de 1950 con la bula Munificententissimus Deus: «Después de haber elevado nuevamente ruegos y súplicas a Dios, y habiendo invocado la luz del Espíritu de Verdad, para gloria de Dios Omnipotente, que ha derramado sobre la Virgen María Su especial benevolencia en honor de Su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para mayor gloria de Su augusta Madre y para alegría y exultación de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y de Nosotros mismos pronunciamos, declaramos y definimos como dogma revelado por Dios que la Inmaculada Madre de Dios siempre Virgen María, habiendo completado el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial».

Estas solemnes palabras constituyen el último dogma definido por la Santa Iglesia, antes del doloroso eclipse que desde hace más de sesenta años oscurece a la Esposa del Cordero. El final de aquel glorioso pontificado marcó el comienzo de un calvario que hoy se acerca a su epílogo. La passio Ecclesiæ, la pasión del Cuerpo Místico según el modelo de la Pasión y Muerte de su Cabeza divina, es un misterio que creíamos referido a cada uno de los miembros de la Iglesia -según las palabras del Apóstol: a mi vez completo en mi carne lo que aún falta a las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24)-, pero que los acontecimientos que presenciamos nos muestran en su dimensión social y eclesial. Es todo el Cuerpo Místico el que debe sufrir, morir y resucitar, para triunfar junto al Rey inmortal de los siglos.

La Virgen María está asociada místicamente a la Pasión de su divino Hijo: nueva Eva, sufrió y soportó los dolores de Cristo, nuevo Adán, mereciendo el título de Corredentora. Su gloriosa Asunción al cielo en cuerpo y alma es motivo de alegría y de consuelo para nosotros, no sólo por este privilegio que el Señor quiso reservar -entre otros privilegios- a su Madre; sino también porque Ella, Madre y Reina de la Iglesia, es figura de esa Jerusalén celestial, beata pacis visio, que es la Iglesia misma. En ella vemos cumplida la voluntad de Dios, en la humildad y obediencia que Jesucristo testificó al Padre eterno, y que la Iglesia hace suya en la profesión de la única Fe y en el vínculo de la Caridad.

La Virgen de la Asunción mereció no conocer la corrupción del cuerpo, como tampoco la conoció Nuestro Señor. Desde los primeros siglos, la tradición oriental nos muestra una fe ininterrumpida en esta verdad: las representaciones de la dormitio Virginis nos presentan a la Virgen en su lecho de muerte, rodeada por los Apóstoles, mientras su alma -un alma joven como la de una niña- es acogida en el seno de la Santísima Trinidad.

Pero si la Virgen María es figura de la Iglesia; si es Madre hasta el punto de habernos dado a luz en la Gracia por los dolores que sufrió místicamente junto a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo; si ella es Señora y Reina por gracia, por habernos redimido en virtud de los méritos de la Corredención, podemos esperar que la misma Iglesia se vea de alguna manera asunta al cielo, como en la visión de San Juan: también vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una novia ataviada para su marido (Ap 21, 2). ¿Y quién es ella, dispuesta como una novia ataviada para su Esposo, sino la Mater Ecclesiæ, la Virgen Inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra? Es Ella, en el poder de su santísima humildad y pureza impecable, quien resume en Sí misma la visión del Apóstol predilecto. Es Ella quien se levanta como la aurora, hermosa como la luna, luminosa como el sol, terrible como las huestes con sus estandartes desplegados (Cnt 6, 10). Ella es la morada de Dios con los hombres (Ap 21, 3): la esposa del Cordero (Ap 21, 9), cuyo esplendor es semejante al de una gema preciosísima, como la piedra cristalina de jaspe (ibid., 11); no necesita la luz del sol, ni la luz de la luna porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero (ibid., 23).

La Santa Iglesia es también, como su Reina, una ciudad santa que reúne a sus hijos de todas las partes del mundo y de todas las épocas: Nada impuro entrará en ella, ni el que comete abominación o falsedad, sino sólo los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero (ibid., 27). El que salga victorioso heredará estos bienes; yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero para los viles e incrédulos, los miserables y asesinos, los inmorales, los hechiceros, los idólatras y para todos los mentirosos está reservada la laguna ardiente de fuego y azufre. Esta es la muerte segunda (ibid., 7-8).

La visión de Patmos nos muestra a la Iglesia triunfante, que en esto se asemeja a la Virgen María. Pero en esta tierra la Iglesia -que es militante como la vencedora de todas las herejías- no conoce todavía la gloria eterna y debe afrontar las terribles pruebas que le esperan no sólo durante su peregrinación a través de los siglos, sino también y sobre todo en los últimos tiempos, cuando la persecución del Anticristo se ensañará con ella con la ilusión de vencerla. Y mientras la Iglesia aparece burlada, humillada y golpeada hasta la muerte -como el Salvador fue burlado, torturado y asesinado-, sus Ministros huyen, se esconden, niegan conocer al Galileo. Sola, junto a San Juan, la Virgen de los Dolores permanece al pie de la Cruz, cumpliendo en su propia carne purísima lo que falta a los padecimientos de Cristo. Y en este testimonio silencioso, en el que el dolor del alma supera incomparablemente a los sufrimientos físicos, María Santísima es un ejemplo para todos los que, en estos tremendos momentos de crisis y apostasía, permanecen al pie de la cruz de la que pende agonizante la Santa Iglesia. También ellos -y nosotros con ellos- sufren al ver crucificado el Cuerpo Místico, siguiendo las huellas de su Cabeza. Y todos nosotros debemos tener en la Madre de Dios nuestra guía, nuestro modelo, la estrella que nos señala el doloroso camino de la Cruz como única senda hacia la gloria de la visión beatífica.

No nos sorprendamos si los enemigos de Cristo intentan oscurecer también a la Virgen María: la temen más que al Señor, porque saben que es a ella, y a ninguna otra criatura, a quien la Providencia ha confiado la Iglesia y a todo bautizado –Auxilium Christianorum– y será ella la que destruirá la Sinagoga de Satanás.

Recemos, queridos hermanos y hermanas, para que esta passio Ecclesiæ abra los ojos de los tibios, todavía adormecidos en su sueño espiritual. Pidamos a la Virgen Asunta que devuelva la vista a los ciegos –profer lumen cæcis, cantamos en el antiguo himno Ave, Maris stella-, para que vean y comprendan que la única y verdadera Iglesia de Cristo no puede tener paz con el mundo, porque no le pertenece y, de hecho, es su enemigo. Para que vean y comprendan que los viles e incrédulos, los miserables y asesinos, los inmorales, los hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos (Ap 21, 7) no pueden participar en el banquete del Cordero, si no es convirtiéndose, arrepintiéndose y reparando el mal cometido. Y si el engaño del Enemigo ha forjado una falsificación de esta única Arca de salvación, nuestra respuesta no puede ser huir o escondernos, sino permanecer junto al Señor agonizante y a su Santa Madre, como San Juan.

Esperemos con confianza el día bendito en que el Señor volverá en gloria para recapitular en Sí todas las cosas, para restaurar definitivamente su Señorío universal. El repetirá a la Iglesia las palabras que dirigió a María Santísima: ¡Levántate, hermosa amiga mía, y ven! Oh paloma mía, que estás en las hendiduras de la roca, en los escondrijos de los riscos, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz, porque tu voz es suave, tu rostro es agraciado (Cnt 2, 13-14).

Será en ese momento cuando veremos a la Virgen Inmaculada, la Mujer vestida del sol y con la luna bajo sus pies, coronada de doce estrellas (Ap 12, 1) descender del cielo como la Jerusalén celestial, para pisotear con su virginal talón la cabeza de la antigua Serpiente (Gn 3, 15). Su humildad vencerá el orgullo rebelde de Satanás; Su pureza aplastará al espíritu inmundo; Su fidelidad vencerá la traición y la apostasía. Que así sea.

+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo

15 Agosto MMXXIV a. D.ñi

In Assumptione B.M.V.

 

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

Aldo Maria Valli:
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