
Jesús, la opinión pública, nuestros días. Meditación del Miércoles Santo
por Massimo Viglione
Jesús entra en Jerusalén el domingo anterior a la Pascua judía, recibido en triunfo por gran parte de la población residente y por cuantos comenzaban a llegar para la gran fiesta sagrada.
Lo reciben como si fuera un rey, aunque entra montado en un pobre burro y sin ninguna pretensión de arrebatarle el trono a Herodes, ni de crear problemas en Roma.
Cinco días después, la misma gente le manifestó todo su odio incontenible, gritando en el pretorio la fatídica sentencia de muerte en crucifixión y exigiendo a cambio la liberación de Barrabás.
Estos condenadores públicos eran seguramente en gran parte los mismos que lo habían acogido como a un rey el domingo anterior, y entre ellos probablemente había también quienes habían recibido de Jesús un milagro, una curación física o moral, para sí mismos o para un ser querido. ¿Cómo explicar una traición tan radical e instantáneo, una ingratitud tan infinita?
El Evangelio, y muchas revelaciones privadas, dan testimonio de la incansable actividad de los fariseos para convencer al pueblo de condenarlo y así apoyar su decisión de eliminar al Mesías. De hecho, hacía tiempo que querían matarlo y buscaban una oportunidad: como se acercaba la Pascua, temían una revuelta del pueblo que aumentaba cada día en la ciudad y que podría arruinar la celebración y sobre todo provocar la intervención de Roma. Pero al mismo tiempo ya no querían posponer el asesinato del Justo: ahora estaba en Jerusalén, ahora estaba en sus manos.
Por eso fue necesario trabajar hasta el límite para cambiar la opinión de la gente, para hacerla dispuesta y favorable al crimen, es más, para hacerla cómplice directa del crimen. En resumen, conseguir un consenso general, con el que obligar concretamente a Pilato a aceptar el hecho consumado. Y, como sabemos, las cosas sucedieron exactamente así: el viernes, el recalcitrante gobernador de Tiberio tuvo que consentir a regañadientes el asesinato del Justo, obligado a hacerlo por la obligación de evitar la siempre inminente revuelta popular.
Esta revuelta se logró a través de lo que podemos definir como la manipulación de la opinión pública judía de la época por una secta de poderosos traidores.
Una manipulación tan radical, convincente, invasiva, que empujó al pueblo judío no sólo al crimen del Justo y de su Benefactor, a quien sólo unos días antes la multitud había alabado públicamente, sino a automaldecirse, en una especie de delirio infernal: «Su Sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt, 27, 24-25).
Lo que acabamos de afirmar lo dice también Guareschi con su genial humor santo, cuando el mismo Jesús responde a Don Camilo, quien objetaba que la opinión pública es importante: «Lo sé bien, Don Camilo, es la opinión pública la que me ha puesto en la Cruz».
Es bueno detenerse un momento y hacer una reflexión actual. Porque sólo los ciegos espirituales pueden aún dejar de percibir el hecho de que hoy estamos reviviendo, ante todo como Iglesia, pero también como sociedad, la reproducción especular de los acontecimientos de la Semana Santa en Jerusalén, en los días más decisivos de toda la historia humana.
Los poderosos, sobre todo cuando son una secta específica movida por intenciones infames e infernales, necesitan inevitablemente el apoyo popular para poder operar fuertemente para desviar el curso de los acontecimientos según sus planes, y para obtener esto es necesario ganar el consenso general de la opinión pública. Los fariseos de la época, carentes de los medios de hoy, tuvieron que ganárselo yendo personalmente a hablar durante días con los exponentes populares, para gestionar la conspiración.
Los fariseos de hoy, que operan no en una ciudad antigua sino a nivel nacional y global, tienen otros medios, inmensamente más invasivos que un fariseo fornido que te detiene en la calle o irrumpe en tu casa. Su voz resuena a diario en cada hogar, en cada cerebro, en cada corazón, y conquistan y dirigen las almas con el poder invasor del miedo colectivo, del chantaje económico, del uso inescrupuloso del hábito y del conformismo de las masas sometidas y heterodirigidas.
Los tres días que tenemos ante nosotros, Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo, son, hoy más que nunca, un espejo de lo que está por sucedernos como humanidad, casi dos mil años después de aquellos días. Y en los próximos años lo será cada vez más, hasta llegar a la repetición precisa –mutatis mutandis obviamente– del mecanismo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Un reflejo, como ya se ha dicho, de la situación tanto en la Iglesia católica como en la sociedad antaño cristiana.
Cada uno de nosotros está llamado a hacer una elección definitiva. Los días en que vivimos ya no dejan espacio para “moderados” y “profesionales”, para astutos de todo tipo y especie, porque todo se derrumba. Y cuando todo en la historia va cuesta abajo, como en Jerusalén en aquellos días, llega la hora de los demonios, que odian a los moderados y profesionales quizás incluso más que a sus seguidores abiertamente extremistas, aunque ambas categorías son absolutamente preciosas y complementarias para ellos, apoyándose mutuamente en la implementación del plan satánico en la historia.
Estos son los días en que cada uno de nosotros tendrá que decidir si ser parte de la opinión pública y seguir a sus líderes, los fariseos de hoy quienes, con sus herramientas mediáticas, políticas, económicas, militares y hasta intelectuales, dirigen el ejército de sus esclavos para convencer a las masas de que Jesús es un demonio mientras que Barrabás merece honor y salvación; o seguir a Jesucristo y la Verdad en el Calvario de la Pasión y Muerte de un mundo entero.
Los primeros ganarán por un día o dos, y luego irán a su destino eterno. Los demás parecerán sucumbir, pero luego resurgirán en la Luz eterna, esa Luz inmortalizada para siempre en el Santo Sudario, y se convertirán en parte viva del Triunfo de Dios.
Otros tendrán que asistir bajo la Cruz a la Santísima Virgen María, la pura por excelencia y la redimida por excelencia. O tendrán que esconderse y luego reconstruir la Iglesia y el cristianismo.
Ahora, jueves y viernes, es el tiempo de oración, de retiro, de unión con Cristo que sufre y muere por nosotros. El momento del sufrimiento indescriptible. Luego llega el Sábado Santo, que es el tiempo de la espera confiada. De un dolor reparador y tranquilizador. Finalmente, para aquellos que han sabido sufrir, resistir y esperar sin traicionar, llegará la Resurrección. Pero para resucitar hay que morir. A ellos mismos, al mundo, a este infierno en la tierra y, si Dios lo pide, incluso definitivamente.
Quien sepa hacer esto, si Dios quiere, verá su Pascua no sólo hacia la vida eterna, sino también, si Dios quiere, en esta misma vida terrena. Porque el tiempo se acaba Y estos son los últimos días de toda una era, de un mundo entero.
“Las tinieblas vinieron sobre la tierra” (Mc 15,33): pero poco después la Luz venció toda oscuridad y toda muerte.
Vivamos este Triduo Pascual de manera santa y con estos sentimientos de dolor esperanzado y confiado, en los días más oscuros de la historia de la humanidad, reflejo de aquellos tres días en Jerusalén hace casi dos mil años. En definitiva, hacer nuestra elección personal de lado: o con Barrabás y los engañadores e idólatras, o con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, hacia la Resurrección de la Luz divina y terrena.
Fuente: aldomariavalli.it