En el reino de la ambigüedad. El aborto y la “iglesia de Francisco”

Queridos amigos de Duc in altum, les presento el texto del discurso que pronuncié el sábado 9 de setiembre, en ocasión de la Jornada mundial contra el Aborto, organizada por la Confederación de los Triarios, en Spiazzi (Verona).

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por Aldo Maria Valli

Empiezo con una curiosidad. No sé si lo saben, pero hoy, 9 de septiembre, se celebra en toda Italia la Jornada Mundial del Síndrome Alcohólico Fetal y Trastornos Relacionados, cuyo objetivo es “aumentar la conciencia sobre los riesgos asociados al alcohol durante el embarazo”.

La Jornada se celebra desde 1999 y sus promotores recuerdan que “los primeros mil días de vida, desde la concepción hasta el segundo cumpleaños del niño, son fundamentales para su desarrollo físico y psíquico. Las intervenciones preventivas, protectoras o curativas llevadas a cabo tempranamente en esta primera fase determinan resultados de salud positivos, importantes no sólo para el niño y el adulto que será, sino también para los padres, la comunidad y las generaciones futuras”.

Si no he entendido mal, esta Jornada nació en Europa y en lo que respecta a Italia el Instituto Superior de Salud se encarga de ello.

Por iniciativa de la ONU, que propone una jornada internacional para casi todos los días del año, hoy es la Jornada Internacional para proteger a la educación contra los ataques (supuestamente armados) para proteger a los niños, porque durante los conflictos las escuelas y los centros educativos sean cuidados y no se vean involucrados en los combates.

¿Por qué les cuento todo esto? Porque las dos jornadas que se celebran hoy dan una idea de hasta qué punto nos preocupamos en nuestros tiempos (a veces incluso en forma exagerada y ansiosa) por los derechos de los niños y su protección, pero precisamente por esas mismas instituciones que luego, en nombre de los derechos de la persona, del desarrollo sostenible y de la lucha contra la superpoblación, no sólo legitiman el aborto sino que lo facilitan y alientan.

Ustedes dirán: pero ya conocemos esta paradoja. Es verdad. Pero todo adquiere un tono aún más paradójico, hasta lo grotesco, si pensamos que estos organismos supranacionales, que de una manera u otra condicionan nuestras elecciones de vida, hoy cuentan con el apoyo abierto del Vaticano y del propio Papa, que es quien más que nadie debería tomar partido en defensa de la vida naciente, don inviolable de Dios.

Hablando de grotesco, en uno de mis cuentos, titulado Facciamoli mangiare questi bambini [Comámonos a estos niños], imagino que en un futuro no muy lejano un grupo de intelectualoides, con el inevitable apoyo de influencers, pseudo artistas y medios de comunicación, pretende legitimar la práctica de comerse a los niños, naturalmente en nombre del desarrollo sostenible, de la defensa del medio ambiente y del equilibrio natural, para reducir la densidad de población y defender recursos vitales. No les contaré toda la trama (porque si lo hiciera no comprarán el libro). Sólo digo que en este mundo distópico los promotores del proyecto tuvieron espontáneamente la idea de acudir al Papa para obtener, no diré su bendición (en ese mundo ya no se puede bendecir ni rezar), sino su apoyo, para acelerar la ejecución del plan y hacerlo verdaderamente planetario.

En mi cuento, en un estilo un tanto kafkiano, aprieto el acelerador hasta el absurdo sin freno. Pero, si lo pensamos bien, la realidad en la que vivimos no está tan alejada de ese mundo distópico.

La correspondencia de sentimientos amorosos entre los organismos globalistas, la ONU in primis, y el actual pontífice es algo que deja absortos a muchos. Sobre todo si pensamos que la relación no se limita a una forma de cortesía diplomática, sino que se concreta en la adhesión del Vaticano a los planes de estas entidades, a partir de la infame Agenda 2030, dicho explícitamente “para el desarrollo sostenible”.

No me detendré en lo que todos ustedes saben. Las Academias pontificias, empezando por la de la vida, están ahora alineadas con el pensamiento dominante y reciben regularmente a personas que apoyan el aborto como un derecho.

Me limitaré a recordarles que en la llamada Academia Pontificia para la Vida ha ingresado una economista atea y proaborto, vinculada al Foro Económico de Davos y partidaria del Gran Reinicio y de la transición ecológica (tanto es así que en un tweet ella invocó el “encierro climático”). Pero es sólo un ejemplo entre muchos que se podrían dar.

Recuerdo también que Francisco recibió recientemente al ex presidente estadounidense Bill Clinton, proaborto, y en la delegación estaba el hijo de George Soros, Alexander, quien tomó el timón del imperio multimillonario de su padre, decididamente anticristiano y proaborto. Y que Soros financie una serie de iniciativas vinculadas a los jesuitas es más que una sospecha.

Es inútil preguntarse qué tienen que ver las personas de esta orientación con el Papa, el Vaticano, la Academia Pontificia para la Vida. En teoría nada. En la práctica, todo. Una realidad que sólo un ciego puede no ver. Volviendo a la Academia Pontificia para la Vida (nunca hubo un nombre más grotesco), es evidente que la línea de facto es privilegiar sin restricciones (y, yo diría, sin vergüenza) precisamente a los partidarios y colaboradores de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas para el desarrollo sostenible, naturalmente en nombre de esa “economía inclusiva” (sea lo que sea que eso signifique) tan querida por Bergoglio.

Al fin y al cabo, ¿qué se puede decir del presidente de la Pontificia Academia para la Vida, quien durante un programa de televisión definió la infame ley 194 sobre el aborto como “un pilar de nuestra vida social”?

Menciono también lo que se ha hecho durante el actual pontificado para destruir el Instituto de Estudios sobre el Matrimonio y la Familia querido por Juan Pablo II, para adaptarlo al pensamiento único dominante. A este respecto, el fallecido profesor Stanisław Grygiel (expulsado del Instituto, junto con otros profesores, precisamente porque no estaba en línea con la nueva orientación) me dijo en una entrevista en 2019: “No puedo ocultar mi dolor, causado por el hecho de que el Instituto fundado por San Juan Pablo II fue abolido hace dos años. El despido de profesores representa un acto coherente con esta decisión. Por eso no me sorprende. Sólo lamento la confusión en la que han caído los estudiantes y en la que se sienten perdidos. Alguien se dará cuenta de esto algún día… No se renueva la casa destruyéndola… La economía de la salvación sólo puede vivir en el caos hasta cierto punto. La ira misericordiosa de Dios hablará”.

Ustedes me dirán: pero usted se olvida que el Papa habló contra el aborto, preguntándose si es correcto “contratar a un sicario para resolver un problema”. No, no lo olvido. Pero me gustaría subrayar que ciertamente Francisco no ha hecho del no al aborto una batalla de primer nivel durante su pontificado. Después de todo, nunca lo hizo, ni siquiera cuando era arzobispo en Buenos Aires.

Amigos argentinos me han dicho que en el tema del aborto Bergoglio siempre ha mantenido una línea ambigua, y la ha confirmado puntualmente una vez elegido Papa. Por un lado hablando de asesinato mediante un sicario, por otro haciéndose amigo de poderosos abortistas y, si se declaran católicos, admitiéndolos a la Comunión, como en el caso de Biden.

“Hemos hablado con el Papa del hecho de que está contento de que yo sea un buen católico y de que siga comulgando”, dijo, regodeándose, el presidente estadounidense hace dos años, después de ser recibido por Bergoglio.

Respecto a esto me dice el profesor José Arturo Quarracino, a quien le pedí una opinión para compartirla con ustedes: “Lo de Bergoglio es un caso típico de comportamiento jesuita y [seudo] peronista. Por un lado condena el aborto, por el otro promueve y anima, dentro y fuera de la Iglesia, a personas que apoyan y promueven el aborto. Pone la señal de la flecha para doblar a la derecha y gira a la izquierda, o viceversa. En todo caso, el tema nunca estuvo al frente de su agenda. Habla de todo: cambio climático, migrantes, Amazonía, pandemias, pero poco o nada del aborto. Condena las injusticias, pero olvida que el aborto constituye el genocidio más grande y atroz. La mayoría de los obispos argentinos, a quienes tiene bajo su control, tienen el mismo comportamiento: a veces dicen que la Iglesia no está de acuerdo, pero luego se encuentran y acompañan a los abortistas. Dicen estar preocupados por la situación económica y social del pueblo, pero guardan silencio sobre el hecho de que en Argentina, en dos años de legalización del aborto, al menos 153 mil niños han sido asesinados mediante esta verdadera pena de muerte prenatal”.

“Frente al silencio y el oportunismo de los pastores –concluye Quarracino– los fieles católicos están desconcertados, porque parece justamente que los ‘pastores con olor a oveja’ han perdido el olfato, como los pastores mercenarios mencionados en el Evangelio. Lo que más impacta de todo ello es el silencio ensordecedor de Bergoglio sobre las espantosas cifras del aborto en Argentina. Esta indiferencia confirma lo que suelen decir obispos y sacerdotes: ‘El aborto no es una cuestión importante como el medio ambiente o los inmigrantes’. Pero al hacerlo, el Vicario de Cristo ha decidido comportarse como Poncio Pilato: se lava las manos. Y la razón es clara: para seguir actuando como capellán de la sinarquía internacional globalista debe pagar un precio, que es precisamente el silencio sobre el aborto y sobre todos los demás ‘derechos’ aberrantes promovidos por los poderosos con los que Bergoglio mantiene intensas relaciones”.

Para todos está claro que en la Iglesia actual hablar de aborto parece fastidioso. Es mejor evitarlo, para no ofender sensibilidades, para no molestar. Nunca dejes que alguien pueda decir: “¡No eres inclusivo!”.

La era wojtyliana de la guerra contra el aborto parece muy distante y olvidada, especialmente en la cima de la jerarquía. Cuando se habla del aborto -pero a menudo se prefiere utilizar el término eufemístico, propio de la neolengua, de interrupción del embarazo, como si de ello no resultara el infanticidio- se lo hace principalmente con los argumentos del mundo: utilitarismo, consumismo, egoísmo. Raras veces se reitera que aquellas criaturas fueron queridas, creadas y amadas por Dios para que con sus vidas merecieran la gloria eterna y cumplieran su parte en el plan que la Providencia había pensado para ellas. Nadie recuerda que por aquellas criaturas el Señor derramó su sangre en la Cruz. Nadie piensa en el bien que podría haber hecho en el mundo cada una de esas criaturas. Nadie se atreve a decir lo indecible, es decir, que la vida de esos niños fue arrebatada al Autor de la Vida, arrancada a su destino. Tampoco se alza con fuerza y ​​decisión la voz de la Iglesia contra aquellas naciones que continúan hacia el abismo extendiendo el derecho a matar incluso después del nacimiento, empujando hacia la eutanasia desde la infancia para poner fin a una vida que según algunos “no merece ser vivida”.

La Iglesia es la única que puede denunciar las verdaderas razones de esta cultura de la muerte, pero no lo hace, o lo hace tímidamente y raramente, porque privilegia otros temas, capaces de alinearla con el pensamiento del mundo y ganándose un aplauso.

La Iglesia es la única que puede decir con claridad: más allá de los pretextos, detrás del aborto, ayer como hoy, siempre ha estado oculto el odio de Satanás a la vida y a la Creación de Dios, pero no lo dice.

Los sacrificios humanos que en la antigüedad se ofrecían a los demonios -y contra los cuales despotricaban los profetas de la ley antigua- hoy se vuelven a proponer como “maternidad responsable”, como “derecho” a elegir. Pero siguen siendo parte del mismo culto infernal, que hoy se atreve a mostrarse con todo su horror para obtener legitimidad pública y proscribir a la verdadera religión y al verdadero Dios.

En Estados Unidos la “iglesia de Satán”, luego del fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Roe vs Wade, reivindicó el derecho a ofrecer el aborto en sus clínicas, en nombre de la libertad religiosa. Justamente así: libertad religiosa. Porque esta secta infernal, extendida por todas partes, reconoce el aborto como un acto de culto satánico y exige el derecho a practicarlo libremente.

Este horror debería ser denunciado (como lo hago yo, a mi manera, en el cuento citado anteriormente): después de que dos mil años de cristianismo lo erradicaron, estamos en el resurgimiento moderno del sacrificio humano. Pero la Iglesia se cuida de no denunciarlo.

El aborto no es sólo fruto del egoísmo o de una superficialidad criminal. Representa el triunfo de Satanás en el mundo, glorificado diariamente por la ofrenda -más o menos consciente- de la vida de criaturas inocentes. Es la repetición de los sacrificios paganos. En el asesinato de los inocentes se desata la furia asesina de Satán. Se repiten las torturas de la Pasión sobre esa carne tierna y pequeña, se perpetúa el asesinato ritual, se desafía la Majestad de Dios atreviéndose a arrebatarle lo que más aprecia: precisamente las almas inocentes de los niños. Pero, frente a todo esto, ¿qué hace la Iglesia, qué dice?

En general se calla, o se entretiene con eufemismos, ambigüedades, compromisos. Debería volver a hablar del ultraje a Dios Padre de la Vida. Pero, salvo rarísimas excepciones, no lo hace. Y los fieles se sienten abandonados por los pastores.

Pensemos también en lo que pasó con las llamadas vacunas contra el Covid, que en realidad no son vacunas sino terapias génicas para cuya experimentación y producción las industrias farmacéuticas utilizaron células fetales humanas procedentes de fetos suprimidos en abortos voluntarios. Pues bien, el Papa habló del deber moral de utilizar estas “vacunas” como un “acto de amor para salvarnos juntos”, y nunca dio marcha atrás.

En Estados Unidos, la arquidiócesis de Nueva York ha difundido un memorando a sus sacerdotes, prohibiéndoles escribir cartas solicitando la exención por motivos religiosos. Y escuchen cómo comienza el documento: “A veces escuchamos a católicos expresar una sincera objeción moral a las vacunas Covid-19 debido a su conexión con el aborto. Esta preocupación es particularmente aguda entre las personas que son fuertemente provida y muy fieles a la enseñanza de la fe”.

Vean: se habla de “personas fuertemente provida y muy fieles a las enseñanzas de la fe” como si fueran extraños seres residuales. ¿Pero no es cierto que todos los católicos, sin excepción, deberían estar natural y fuertemente a favor de la vida y muy fieles a las enseñanzas de la fe? ¿Son tan raros que deberían identificarse casi como una especie por derecho propio?

El siguiente párrafo afirma que “el papa Francisco ha dicho muy claramente que es moralmente aceptable recibir cualquiera de las vacunas y ha declarado que tenemos la responsabilidad moral de vacunarnos”. Así, lo que, después de todo, es la opinión personal del Papa queda casi dogmatizada y elevada a la categoría de verdad indiscutible. Pero no debemos olvidar nunca que, aunque los turiferarios enfermos de papolatría hablen de “magisterio ordinario”, nosotros, los católicos, no tenemos la obligación de seguir los juicios personales del Papa (quizás formulados durante una entrevista) cuando entran en conflicto con la doctrina correcta y la moral católica.

El memorando de la arquidiócesis de Nueva York muestra su verdadero propósito cuando afirma que conceder una exención religiosa “podría tener graves consecuencias para los demás”. En efecto, explica, “imaginemos a un estudiante que recibe una exención religiosa, contrae el virus y lo propaga por el campus. Evidentemente, esto sería una vergüenza para la arquidiócesis. Algunos incluso argumentarían que podría haber responsabilidad personal por parte del sacerdote”.

Ahí radica el problema. “Responsabilidad” es la palabra que obsesiona a los obispos y a muchos sacerdotes. Uno teme tener que pagar personalmente, ser demandado. Así que se alinean espontáneamente, ante su deber de dar testimonio de la verdad.

Estos obispos y sacerdotes no quieren ser criticados. Les horroriza la contestación del mundo y del pensamiento dominante. Son, en una palabra, cobardes y traidores.

Necesitamos decirlo claramente nuevamente: que la vida tiene una dignidad inalienable desde el momento de la concepción es una convicción fundamental de nuestra fe católica. Allí no hay nada que pueda convertirse en una persona, sino que ya hay alguien ahí, ya hay una persona en proceso, cuyo desarrollo es un continuo dentro del cual cada fase es de importancia fundamental.

También la ciencia viene diciendo todo esto desde hace mucho tiempo (siempre citada por los modernistas cuando les conviene, pero ignorada cuando no confirma la visión ideológica de la que son portadores), pero hace no más de un año el obispo Bettazzi (fallecido en julio pasado, a los 99 años), apoyado por el teólogo moral Giannino Piana, en la revista Rocca aún sostenía que el aborto puede ser libre hasta el quinto mes de embarazo, dado que antes de eso no hay una persona bien formada. Una tesis que ni siquiera merece ser comentada y que sólo en un ambiente eclesial muy enfermo puede encontrar espacio en una revista que, como dice Rocca, “se esfuerza por promover la paz, los derechos humanos, la democracia, la no violencia, la justicia”.

Otras veces se elude la inviolabilidad de la vida humana desde la concepción con razonamientos engañosos.

En diciembre de 2020, la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió una Nota sobre la moralidad del uso de algunas vacunas anti-Covid-19 en la que se argumenta: “Cuando no se dispone de vacunas éticamente impecables contra el Covid-19 ( por ejemplo, en países donde las vacunas no se ponen a disposición de médicos y pacientes sin problemas éticos, o donde su distribución es más difícil debido a condiciones particulares de almacenamiento y transporte, o cuando se distribuyen varios tipos de vacunas en el mismo país pero, por razones sanitarias autoridades, los ciudadanos no pueden elegir qué vacuna inocular) es moralmente aceptable utilizar vacunas anti-Covid-19 que hayan utilizado líneas celulares de fetos abortados en su proceso de investigación y producción”.

¿Por qué es “moralmente aceptable”? Respuesta: “La razón fundamental para considerar moralmente lícito el uso de estas vacunas es que el tipo de cooperación con el mal (cooperación material pasiva) del aborto procurado del que provienen las mismas líneas celulares, por parte de quienes usan las vacunas que se derivan de ellas, es remoto. El deber moral de evitar esa cooperación material pasiva no es vinculante si existe un peligro grave, como la propagación, de otro modo incontenible, de un patógeno grave”.

Hecho. La inviolabilidad de la vida humana se deja de lado en nombre del “peligro grave”. Por tanto, basta declarar que existe un “grave peligro” para que se deje de lado el precepto moral. Un juego más que nada descubierto, pero al que los líderes de la Iglesia se han prestado de manera escandalosa. La necesidad de un juicio moral sobre una terapia (de la que, entre otras cosas, se desconocen todos los efectos) queda así subordinada a un supuesto estado de emergencia no demostrado.

Respecto a esto, un lector de Duc in altum me escribía: “Bergoglio, la Congregación para la Doctrina de la Fe y la Conferencia Episcopal Italiana han anulado de facto la batalla provida con una sola decisión: bendecir la “vacuna” producida con células fetales. Los jesuitismos y argucias utilizados no salvan ni salvarán de la objeción que a partir de ahora todo abortista podrá hacerles: si la vacuna es la salvación y la tenemos gracias al trabajo realizado con células fetales obtenidas de abortos, significa que el aborto de esos fetos nos salvó. Por tanto, el mundo provida que acepte la ‘vacuna’ Covid es simplemente suicida y se condena a no poder seguir siendo verdaderamente provida”.

Y una madre (que también es médica) me envió estas observaciones: “Si, respecto a los sueros génicos, en lugar de hablar de niños desconocidos para el mundo (pero no tanto, ya que en realidad se conoce a sus padres y sus historias, en primer lugar su salud, característica fundamental para ser elegidos con ‘fines terapéuticos’) se dijera que se han utilizado cadáveres de niños judíos encerrados en campos de concentración nazis o de niños hijos de inmigrantes que murieron trágicamente durante la travesía del mar Mediterráneo o para cruzar la frontera mexicana, en resumen, si se mirara a estos fetos anónimos como niños, ¿la iglesia (con minúscula) cambiaría de opinión?”.

La pregunta de esa madre es también la mía. “¿Cómo puede un católico ignorar la obra creadora de Dios? ¿Cómo puede negar el hecho de que ese niño había recibido la vida de Dios, y el hombre decidió después extinguirla?”.

“Una ley dolorosa”, pero que “garantiza una traducción secular importante” y que “nadie piensa cuestionar”. Son las palabras –recibidas con perplejidad y asombro por muchos católicos– que el cardenal Matteo Zuppi, presidente de la CEI, pronunció el 2 de abril de este año en una entrevista con el director del periódico Il Domani en relación con la ley 194 sobre el aborto.

Zuppi, considerado papable en el próximo cónclave, dice por un lado que “la Iglesia está a favor de los derechos”, pero por otro lado se preocupa de subrayar que “nadie piensa en cuestionar” la 194. Pero si nadie la cuestiona, es evidente que los no nacidos no tienen derecho a la vida, en clara violación de la ley moral natural. ¿Y cómo podemos imaginarnos proteger los distintos “derechos humanos” si no se garantiza el derecho a la vida, condición necesaria para todos los demás?

De nuevo la ambigüedad, de nuevo la duplicidad. De nuevo palabras inspiradas por el oportunismo político, no por el deber de dar testimonio.

Según Zuppi, la 194 no se cuestiona porque “es una traducción secular importante”. ¿Pero qué significa esto? ¿Traducción secular de qué? ¿Quizás del magisterio católico sobre la vida? Si así fuera, el cardenal habría revocado la realidad.

¿Por qué dice Zuppi que no hay que tocar la194? Sólo hay una explicación: porque habla sobre la base de una perspectiva política. Habla como un político, como un ministro, como el jefe de un partido. Desde esta perspectiva, el niño no nacido -con sus derechos inalienables- queda fuera de juego. Se asume que el aborto no es eliminable y que no es culpa de nadie, o mejor dicho, que es culpa de la sociedad, de la economía, de las desigualdades, pero no hay responsabilidad personal. Por tanto, no hay que juzgar. Y no hay que hacer nada que pueda turbar el equilibrio alcanzado. Por lo tanto, quien se atreve a juzgar y a hablar de responsabilidad personal es un subversor de la paz social, de la llamada sociedad civil, es un subversivo peligroso. Y cuando incluso los líderes de la Iglesia razonan de este modo, significa que han puesto la “salud social” en el primer puesto y ya no se ocupan de la salvación de las almas. Son ideólogos, ya no son pastores.

Lo paradójico es que estos pastores de una Iglesia que hace todo lo posible por parecer incluyente y ya no dogmática, en realidad han dogmatizado la 194 y, con ella, al Estado. La idea que prevalece es que una ley estatal, como tal, es intocable y que por lo tanto el ente moral supremo es el propio Estado. No es casualidad que estos pastores citen siempre las leyes humanas y nunca las divinas.

Este es el marco general, dentro del cual es humanamente difícil encontrar razones para la esperanza. Pero nosotros mismos seríamos traidores si dejáramos de dar testimonio de la verdad, y por eso hoy estamos aquí.

No olvidamos el aliento de la Sagrada Escritura: “Hasta la muerte combate por la verdad, el Señor Dios peleará por ti” (Eclo 4, 28).

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Publicado originalmente en italiano el 11 de setiembre de 2023, en Duc in altum: Nel regno dell’ambiguità. L’aborto e la “chiesa di Francesco”.

Traducción al español por José Arturo Quarracino

 

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